domingo, 21 de febrero de 2010

El Seminarista de los Ojos Negros - Ramos Carrión, Miguel

I
Desde la ventana de un casucho viejo
abierto en verano, cerrado en invierno
por vidrios verdoso y plomos espesos
una salmantina de rubios cabellos
y ojos que parecen pedazos de cielo,
mientras la costura mezcla con el rezo,
ve todas la tarde pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.

Baja la cabeza, sin erguir el cuerpo,
marchan en dos filas pausados y austeros,
sin más nota alegre sobre el traje negro
que la beca roja que ciñe su cuello.

II

Un seminarista, entre todos ellos,
marcha siempre erguido, con aire resuelto.
La negra sotana dibujaba su cuerpo
gallardo y airoso, flexible y esbelto.
El solo, a hurtadillas, y con el recelo
de que sus miradas observen los clérigos,
desde que en la calle vislumbra a lo lejos
a la salmantina de rubios cabellos
la mira muy fijo, con mirar intenso.
Y siempre que pasa le deja el recuerdo
de aquella mirada de sus ojos negros.

III

Monótono y tarde va pasando el tiempo
y muere el estío y el otoño luego,
y vienen las tardes plomizas de invierno.
Desde una ventana del casucho viejo,
siempre sola y triste, rezando y cosiendo,
una salmantina de rubios cabellos
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.
Pero no ve a todos; ve sólo a uno de ellos,
el seminarista de los ojos negros.

IV

Cada vez que pasa gallardo y esbelto,
observa la niña que pide aquel cuerpo
en vez de sotanas, marciales arreos.

Cuando en ella fija sus ojos abiertos
con vivas y audaces miradas de fuego,
parece decirla -¡Te quiero! ¡Te quiero!
¡Yo no he de ser cura! ¡Yo no puedo serlo!
¡Si yo no soy tuyo, me muero, me muero!
A la niña entonces se le oprime el pecho,
la labor suspende, y olvida los rezos,
y ya vive sólo en sus pensamientos,
el seminarista de los ojos negros.

V

En una lluviosa mañana de invierno
la niña que alegre saltaba del lecho,
oyó tristes cánticos y fúnebres rezos:
por la angosta calle pasaba un entierro.

Un seminarista sin duda era el muerto,
pues cuatro llevaban en hombros el féretro,
con la beca roja encima cubierto,
y sobre la beca el bonete negro.
Con sus voces roncas cantaban los clérigos;
los seminaristas iban en silencio
siempre en las dos filas hacia el cementerio,
como por las tardes al ir de paseo.

La niña angustiada miraba el cortejo:
los conoce a todos a fuerza de verlos...
Sólo uno, uno solo faltaba entre ellos,
el seminarista de los ojos negros.

VI

Corriendo los años, pasó mucho tiempo.
Y allá en la ventana del casucho viejo,
una pobre anciana de blancos cabellos,
con la tez rugosa y encorvado el cuerpo,
mientras la costura mezcla con los rezos
recuerda, recuerda, triste por las tardes...
el seminarista de los ojos negros.

miércoles, 17 de febrero de 2010

La Tristeza Del Inca - Mp3 - José Santos Chocano

Este era un un inca triste de soñadora frente,
ojos siempre dormidos y sonrisa de hiel,
que recorrió su imperio buscando inútilmente
a una doncella hermosa y enamorada de él.
Por distraer sus penas, el inca dio en guerrero;
puso fin a su tropa en marcha y el broquel requirió;
fue dejando despojos sobre cada sendero,
y las nieves más altas con su sangre manchó.
Tal sus flechas cruzaron invioladas regiones,
en que apenas los ríos se atrevían a entrar;
y tal fue derramando sus heroicas legiones,
de la selva a los Andes, de los Andes al mar.
Fue gastando las flechas que tenía en su aljaba,
una vez y otra, de región en región,
porque cuando salía victorioso lograba
levantar la cabeza, pero no el corazón.
Y cansado de sólo levantar la cabeza,
celebró bailes magnos y banquetes sin fin;
pero no logró nada disipar su tristeza;
ni la sangre del choque, ni el licor del festín.
Nadie entraba en el fondo de su espíritu oculto
ni la sciris de Quito consagradas al culto,
ni del Cuzco tampoco las vestales del Sol.

Fue llamado el más viejo sacerdote:"Adivina
este mal que me aqueja y el remedio del mal"
dijo al gran sacerdote, con voz trémula y fina,
aquel joven monarca displicente y sensual.

"¡Ay! Señor... -dijo el viejo sacerdote- ... tus penas
remediarse no pueden. Tu pasión es mortal.
La mujer que has ideado tiene añil en las venas,
un trigal en los bucles y en la boca un coral.
¡Ay! Señor cierto día vendrán hombres blancos
ha de oírse en los bosques el marcial caracol;
cataratas de sangre colmarán los barrancos;
y entrarán otros dioses en el Templo del Sol.
La mujer que has ideado pertenece a tal raza.
Vanamente las buscas en tu innúmera grey;
y servirte no pueden oración ni amenaza,
porque tiene otra sangre, otro dios y otro rey".

Cuando el rito sagrado le mandó optar esposa,
hizo astillas el cetro con vibrante dolor;
y aquel joven monarca se enterró en una fosa,
y pensando en la rubia fue muriendo de amor.

Castellana, tú ignoras todo el mal que me has hecho.
Castellana: recuerda que nací en el Perú.

La tristeza del inca va llenando mi pecho;
y quién sabe... quién sabe si la rubia eres tú!

La Tristeza del Inca