miércoles, 14 de enero de 2009

Jane Austen

Aquí esta la parte donde se suscita la pregunta de la encuesta, para que puedan tener una mejor perspectiva de la opinión nuestros personajes.


El capitán Harville, que nada había escuchado, dejó en este momento su silla y se acercó a la ventana; Ana pareció mirarlo aunque la verdad es que su pensamiento estaba ausente. Por fin com­prendió que Harville la invitaba a sentarse a su lado. La miraba con una ligera sonrisa y un movi­miento de cabeza que parecía decir: “Venga, ten­go algo que decirle”, y sus modales sencillos y llenos de naturalidad, pareciendo corresponder a un conocimiento más antiguo, invitaban también a que se sentara a su lado. Ella se levantó y se aproximó. La ventana donde él estaba se encon­traba al lado opuesto de la habitación donde las señoras estaban sentadas y más cerca de la mesa ocupada por el capitán Wentworth, aunque bas­tante alejada de ésta. Cuando ella llegó, el gesto del capitán Harville volvió a ser serio y pensativo como de costumbre.

-Vea -dijo él, desenvolviendo un paquete y sacando una pequeña miniatura-, ¿sabe usted quién es éste?

-Ciertamente, el capitán Benwick.

-Sí, y también puede adivinar quién es el au­tor. Pero -en tono profundo- no fue hecho para ella. Miss Elliot, ¿recuerda usted nuestra caminata en Lyme, cuando lo compadecíamos? Bien poco imaginaba yo que... pero esto no viene al caso. Esto fue hecho en El Cabo. Se encontró en El Cabo con un hábil artista alemán, y cumpliendo una promesa hecha a mi pobre hermana posó para él y trajo esto a casa. ¡Y ahora tengo que entregarlo cuidadosamente a otra! ¡Vaya un encar­go! Mas ¿quién, si no, podría hacerlo? Pero no me molesta haber encontrado otro a quien confiarlo. El lo ha aceptado -señalando al capitán Wentworth-; está escribiendo ahora sobre esto. -Y rápidamente añadió, mostrando su herida-: ¡Pobre Fanny, ella no lo habría olvidado tan pronto!

-No -replicó Ana con voz baja y llena de sentimiento-; bien lo creo.

-No estaba en su naturaleza. Ella lo adoraba.

-No estaría en la naturaleza de ninguna mujer que amara de verdad.

El capitán Harville sonrió y dijo:

-¿Pide usted este privilegio para su sexo?

Y ella, sonriendo también, dijo:

-Sí. Nosotras no nos olvidamos tan pronto de ustedes como ustedes se olvidan de nosotras. Quizá sea éste nuestro destino y no un mérito de nuestra parte. No podemos evitarlo. Vivimos en casa, quie­tas, retraídas, y nuestros sentimientos nos avasallan. Ustedes se ven obligados a andar. Tienen una profe­sión, propósitos, negocios de una u otra clase que los llevan sin tardar de vuelta al mundo, y la ocupa­ción continua y el cambio mitigan las impresiones.

-Admitiendo que el mundo haga esto por los hombres (que sin embargo yo no admito), no puede aplicarse a Benwick. El no se ocupaba de nada. La paz lo devolvió en seguida a tierra, y desde entonces vivió con nosotros en un pequeño círculo de familia.

-Verdad -dijo Ana-, así es; no lo recordaba. Pero, ¿qué podemos decir, capitán Harville? Si el cambio no proviene de circunstancias externas debe provenir de adentro; debe ser la naturaleza, la naturaleza del hombre la que ha operado este cambio en el capitán Benwick.

-No, no es la naturaleza del hombre. No cree­ré que la naturaleza del hombre sea más incons­tante que la de la mujer para olvidar a quienes ama o ha amado; al contrario, creo en una analo­gía entre nuestros cuerpos y nuestras almas; si nuestros cuerpos son fuertes, así también nuestros sentimientos: capaces de soportar el trato más rudo y de capear la más fuerte borrasca.

-Sus sentimientos podrán ser más fuertes -replicó Ana-, pero la misma analogía me autori­za a creer que los de las mujeres son más tiernos. El hombre es más robusto que la mujer, pero no vive más tiempo, y esto explica mi idea acerca de los sentimientos. No, sería muy duro para ustedes si fuese de otra manera. Tienen dificultades, peli­gros y privaciones contra los que deben luchar. Trabajan siempre y están expuestos a todo riesgo y a toda dureza. Su casa, su patria, sus amigos, todo deben abandonarlo. Ni tiempo, ni salud, ni vida pueden llamar suyos. Debe ser en verdad bien duro -su voz falló un poco- si a todo esto debieran unirse los sentimientos de una mujer.

-Nunca nos pondremos de acuerdo sobre este punto -comenzó a decir el capitán Harville, cuan­do un ligero ruido los hizo mirar hacia el capitán Wentworth. Su pluma se había caído; pero Ana se sorprendió de encontrarlo más cerca de lo que esperaba, y sospechó que la pluma no había caí­do porque la estuviese usando, sino porque él deseaba oír lo que ellos hablaban, y ponía en ello todo su esfuerzo. Sin embargo, poco o nada pudo haber entendido

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